"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



24 de octubre de 2018

La aldaba y el destino





¿Dónde vas?, me pregunta la aldaba. Voy a pedir posada, respondo. ¿Quién te ha dado permiso, maleducado, para aferrar mi delicada curvatura con tanto brío?, me echa en cara. Ah, pensé que usted estaba para eso, para que desde dentro me oigan, le digo atónito. Sí, claro, eso dicen todos -y ella baja el tono de voz- pero aquí no hay golpe que valga sin antes solicitar mi consentimiento. ¿Y si golpeo sin mediar palabra?, insisto. El aldabón se defiende. Entonces tu llamada no tendrá efecto alguno; tu mano se sentirá pesada, yo engrosaré la circunferencia y el volumen y, por lo tanto, el peso, y llegará un momento en que no podrás alzar siquiera mi silueta labrada y esbelta. De nada te valdrá, peregrino. No le creo, me defiendo. Me han dicho que aquí somos bien recibidos los caminantes y mejor atendidos aquellos que mostremos mayor talante piadoso. Vengo en son de paz y en busca de consuelo. Ven como quieras, hermano, se encastilla el picaporte, pero una no está puesta en la escena del portalón para ser objeto de capricho de cualquiera, ni me paso a la intemperie los días y las noches, con los consiguientes rigores del año, como para que me chulee el primer advenedizo que pretende entrar en el templo del misterio. De nada me vale dar explicaciones, ni mostrar las cartas de recomendación, ni hacer la confidencia de que necesito recluirme un tiempo allá dentro para salvar los muebles de mi alma, ni relatar el esfuerzo que vengo haciendo por ser un hombre virtuoso. Mira, peregrino -y su voz se vuelve más tenue pero no menos firme- te han debido informar mal. Hay tantas leyendas falsas que corren por ahí sobre este lugar. Aquí dentro no se cura nadie. Ni se proporciona paz, ni se soluciona la vida, ni se evita la muerte. Tras esta puerta de intenso color almagre solo está el destino. Y al destino no se entra por las buenas. Hay que tantearlo primero, probar la capacidad de adaptación, luego pactar con él determinadas circunstancias vitales. ¿Ves, viajero, cómo hay que llegar aquí con prudencia antes de exponerse uno a lo desconocido? Mi confusión es tal que me hace sentir impotente. Me rindo, aldaba, le digo. Empecemos de nuevo. ¿Me permite sujetarla con delicadeza y llamar, pues pretendo acceder a los misterios del futuro? La ironía me rezuma desde lo más hondo de las cuerdas vocales.  Como quiera que la aldaba no responde, haciéndome creer que se ha ido, aunque yo la veo ahí, decido echar mi mano con energía sobre ella. Aquel aro de metal parece una losa. Imposible moverlo. De pronto el postigo se abre pesadamente, chirrían los goznes, el zaguán está oscuro, siento la sacudida de una ráfaga heladora, el silencio me sobrecoge. Sí, me digo a mí mismo, ya lo entiendo. No hay voz alguna, no se nombra nada, nada duele ni nada da placer. Sin duda que al fin he accedido al destino. 



15 de junio de 2018

La pesadilla



(Evgeniy Shaman)



Mientras estaba ausente de este mundo pero sin hallarse todavía en el que no le tocaba estar el paciente permaneció sumido en una pesadilla. Soñó que una niña le sacaba el corazón limpiamente a través de su pecho, que lo mecía entre sus pequeñas manos y escuchaba los movimientos de aquel órgano escurridizo; el corazón seguía sonando y él seguía viviendo, y a la niña le parecía un juego entretenido; y entonces le preguntaba a aquel cuerpo abandonado ¿puedo sacar más cosas?; decía así, cosas, porque la niña no sabía nombrar aún ni lo que veía desde fuera ni menos aún lo que él tenía dentro, y el hombre le respondió: haz lo que quieras, yo no siento nada, y ella arremetió entonces con los órganos que bullían entre las costillas y las fue poniendo junto a los costados del hombre, y mientras le hablaba, le decía, por ejemplo, cuántas cosas tiernas tienes dentro, voy a volver a ponértelas. 

Al paciente le parecía divertido que la niña jugara con sus vísceras y le gustaba verse convertido en un puzzle, sin importarle si la niña acertaría a colocarle de nuevo cada pieza en el lugar del que provenía. La niña lo intentaba, insistiendo una y otra vez en dejarlo todo como estaba, pero o los espacios se habían reducido o a ella le sobraban fichas de aquel rompecabezas viscoso, desigual, complicado. 

En medio del sueño de la anestesia el paciente farfulló con lenguaje trabado, que nadie prestó atención. No imaginaba desde su profundo vuelo de éter que varias manos sorteaban de modo aleatorio sus vísceras, que eran revueltas sin aparente orden y con escasa delicadeza, y que las mismas manos las distribuían sobre su torso y más abajo aún, rasgando su abdomen, jugaban a situarlas en los diferentes espacios de donde habían procedido. El hombre, en su estado alejado, soñaba y, rendido pero curioso, quería hablar. No sé mucho de mi propio cuerpo, creía confesar avergonzado, salvo cuando he tenido dolor o me he dado placer, pero ¿servirá para algo esta alteración de mis órganos, quedaré como estaba, sentiré que no siento?

Como no podía obtener respuesta y los cirujanos proseguían su labor, admitió su impotencia y sólo acertó a pensar que decía: hagan lo que sea, pero déjenme bien, como al principio del principio, como si aún ni yo ni mi cuerpo hubiéramos crecido. Entonces le pareció que la mujer niña que habitaba en esos momentos sus sueños, que hurgaba en lo más profundo de sus cavidades, hablaba impositiva pero transparente. Te voy a dejar mejor que estabas, no te importe si tu cuerpo tiene otra orientación y si sus funciones se alteran un poco porque mejorará tu calidad vital. Volverás a nacer aunque nazcas con otra imagen. Entonces él, ante aquella calificación mágica que le sonaba a calidad de cuerpo, a la que estaba acostumbrado en la vida común, ya no temió. Y no hubiera tenido más temor si en el sueño no acertara por un momento a ver otro rostro y otro cuerpo de sí mismo. No puede ser, pensó mientras varios médicos tomaban con firmeza su cabeza, la ajustaban al tronco, cosían en vertical su abdomen, alineaban sus brazos y sus piernas formando el hombre total que yacía. No puede ser, se repitió asombrado, en un estado de confusa felicidad, que la niña haya acertado a poner en su sitio cada uno de mis órganos.

Las sombras blancas se alejaron de la mesa. La más rezagada de ellas recubrió con una sábana el cuerpo del hombre. La niña se iba difuminando presurosa pero divertida en sus sueños.



1 de febrero de 2018

La anestesista


(Nicolas Henri Jacob)


Esté tranquilo, le dijo la anestesista, embozada en su traje de faena. Confío plenamente en usted o, mejor dicho en lo que me va a poner, respondió el paciente. Entonces pensó: debería haberlo dicho a la inversa, no vaya a creer que no me fío de ella. La sustancia es la que me va a dormir. Pero, al fin y al cabo, de la mano de esta mujer depende que la dosis me haga el efecto conveniente. Está muy estudiado todo esto, le replicó la anestesista, como si hubiera interpretado sus pensamientos. Sabemos qué dosis hay que aplicar en función de la edad, el peso, el estado del corazón, los antecedentes y, en fin, las pautas saludables que se muestren en el paciente. Al hombre le escalofrió la textura fría del guante del látex buscándole la zona de piel donde iba a actuar la médica. ¿De verdad que no sentiré nada después de la operación?, y las dudas le hicieron bajar la guardia, exhibiendo una aprensión que chocaba con su corpulencia y aplomo habituales. Se rebeló ante este indicio explícito de su fragilidad, con lo aparente y seguro que había sido, tan celoso de su autocontrol habitual. Dormirá como un bendito, le tranquilizó la mujer. ¿Suele soñar mucho? Aquí soñará pero de una manera tan pesada que ni siquiera el sistema nervioso del cerebro se dará por aludido. ¿Ve qué bien? ¿A que no ha sentido los pinchazos?

El hombre observó los negros ojos de ella, como si fuera un campo de amapolas en medio del erial del resto de su cara. Así como está parece una musulmana, discurrió para rebajar la tensión. La firme mirada de la anestesista le transmitía confianza. Si te tuviera frente a frente en otra tesitura, se le ocurrió imaginar. Pero aquel pensamiento fugaz, aquel deseo transitorio y aparentemente fuera de lugar, mezcla de tentación y de necesidad de refugio, no se trataba sino de una excusa que le proporcionaba serenidad. Por una parte era el hombre que siempre había sido, incluso en ese instante de debilidad de su cuerpo. Por otra, se veía como el rey desnudo, rendido a la necesidad de una salvación que llegara de otras personas. No estaba en condiciones de poner reparos a aquel abandono de sí, entregado a profesionales que habían estudiado su caso y decían que le iban a recuperar. Cualquier pensamiento o deseo ahora mismo, no relacionado con lo que voy a pasar,  pensó, me viene bien; necesito normalizar este momento como sea, se justificó en su interior.

Fueron llegando otros médicos. La anestesista prolongó a su vez lo que a él le pareció una contemplación dotada de especial bondad. ¿Sólo bondad? ¿O veía en la soledad del hombre abatido algo más? Le observó con cierta dulzura -¿puede percibirse esa actitud a través de unos ojos sacados del contexto de un rostro que se oculta?- mientras le apretaba el brazo. Dígame que no es compasión lo que muestra hacia mí, estuvo a punto de decir a la mujer. Ella le siguió hablando con unas palabras cuya cadencia amortiguaba los temores. Verá lo relajado que va a encontrarse en pocos minutos, le dijo. Empujó con suavidad el cuerpo del hombre hacia atrás, para ajustarlo a la camilla desde la que le iban a trasladar a la mesa de operaciones que había en la proximidad. Cómo serán sus manos sin los guantes, le dio en pensar al hombre. Al acomodar la postura del paciente la médica arqueó sobre él parte de su torso, informe y ausente, anulado por la amplia bata verde que sustraía formas y fragancias a los sentidos cada vez menos receptivos del enfermo. El enfermo rió por sus adentros por una ocurrencia callada: qué generoso debe ser su cuerpo, y reprimió enseguida el pensamiento fuera de tono. Su tarea acaba aquí, ¿verdad?, acertó a preguntar a trompicones a la anestesista. No, estaré toda la operación pendiente de usted, por si me necesita. Aquella expresión, por si me necesita, le sonó al hombre a un propósito que traspasaba la situación y los roles jugados por cada uno. ¿Se refería al riesgo de la operación o le proponía veladamente otra actitud que acaso pudiera ser sentimiento? Qué iluso soy, masculló entre dientes mientras una densa niebla lo secuestraba, para retenerlo en un espacio desconocido donde dejaba de ser. 

Dos enfermeros colocaron al paciente sobre la mesa de operaciones. La anestesista se quedó al lado, observando la respiración cada vez más pausada del hombre derrotado. Haremos todo lo posible para que salgas de ésta, le dijo con un acompasamiento suave, estimulante, asombrada por el tuteo repentino. El cirujano la miró con extrañeza. ¿Estás bien?, la preguntó; pareces rara y tienes mucha experiencia en esto. La médica afirmó sonriente, sin que supiera muy bien si respondía a su estado de ánimo o al buen hacer habitual. Se notó turbada. Por qué me cambiarían el turno hoy, se martirizó en su perplejidad eufórica.