"Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres."

Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche.



29 de junio de 2017

Los íncubos de Margarida


(Nobuyoshi Araki)


En la insólita soledad de Margarida Afonso dos Anjos la barrera entre el sueño y el deseo se había desvanecido. No porque uno hubiera cedido al otro, sino porque ambos elementos oníricos daban en encontrarse a capricho en la vasta capacidad imaginativa de la mujer.

Podría decirse que el anhelo por saciar su instinto no hallaba un asiento definido. Tan pronto tenía su origen en la ficción a la que se procuraba cuando estaba consciente como se evidenciaba en el sueño más profundo que la mantenía apartada de cualquier realidad tangible. De hecho, había mañanas en que Margarida no distinguía si iba o venía del sueño o si deambulaba por este mundo ingrato que parecía reservado solamente a los tediosos. Nadie, salvo su amiga de la infancia, Inês dos Praceres Gomes, sabía de su trato carnal con seres que no eran de este mundo. Digo si no será que te produce tanta ansiedad el apetito febril que buscas satisfacer contigo misma, decía Inês dos Praceres a su amiga con toda la confianza de quien se sabe confidente. Pero Margarida Afonso dos Anjos siempre le respondía que no era ella consigo misma. Que la presencia de aquellos personajes potentes, no importaba si tenían un gran cuerpo o si se trataba de enanos enclenques y deformes, era algo real. Que ella era el médium y a la vez el objeto de placer. Que la habilidad y ternura de cualquiera de aquellos íncubos, así los nombró, la hacían nueva cada vez que la tomaban. Y que nunca había obtenido tanto disfrute y cuidado de un hombre como ahora se lo proporcionaban sus conquistadores anormales e improvisados. A ver, Margarida, le decía entonces su amiga. Si es íncubo se trata de un personaje que se posa sobre la mujer solamente en el sueño. Esa es la leyenda. Si estás despierta tiene que ser algún hombre con el que hayas estando coincidiendo últimamente o un vecino que se te venía insinuando, alguien con el que no quieres establecer una relación estable, ni depender de él, que no quieres reconocer ante ojos ajenos, y yo lo puedo entender. Es decir, un hombre normal, no importa si hermoso o feo, si de poca entidad física o de una fortaleza considerable. Sin embargo Margarida insistía una y otra vez que no. Que si fuera un hombre conocido le revelaría a su amiga quién era y si hubiera sido un hallazgo casual también. Pero aquellos seres se le presentaban en situaciones inesperadas, unas veces trascendiendo sus horas de descanso y otras interrumpiendo sus quehaceres diurnos. ¿Nunca los has visto venir?, preguntaba su amiga, intentando persuadirla de que introdujera cierta dosis de cordura en su mundo de concupiscencia. ¿Se aproximan despacio, hablan, sonríen, solicitan, se desvisten, acarician, susurran? Y los verbos de Inês se multiplicaban tratando de dar con alguna pista que le hiciera ver a su amiga que una cosa es la ensoñación y otra la aprehensión real del amor de un hombre. Si son seres delicados no pueden ser monstruos, apostillaba. Y tú qué sabes, le replicaba Margarida. ¿Acaso un hombre ordinario es siempre una fuente de delicadeza o un torrente de satisfacción? Los monstruos que me acechan no lo son porque manifiesten un trato zafio. Y su caracterización física, qué quieres que te diga, Inês, no me provocan rechazo y más cuando superan con creces la capacidad amatoria de cualquier varón. ¿Pueden tratarse de las volubles formas que adquiere el deseo cuando se le sublima?, le sugería su amiga. Pero no son figuraciones, respondía Margarida Afonso dos Anjos, pues cuando recibo sus cuerpos percibo un peso, sus extremidades presionan las mías, su aliento devora el de mis jadeos, su sudor se enturbia con mi sudor, y cuando bebe de mí y yo me sacio de él es como si apuráramos del mismo cáliz, y cuando me sujeta y me agita y me levanta con su cuerpo no pienso en la caída. Es la caída más desgarradora, pero a su vez más dulce y enajenante que jamás me ha poseído.

Inês dos Praceres Gomes no dijo nada. Pero el escalofrío al escuchar a su amiga tenía el aire de una invocación que solamente los íncubos, ni siquiera los hombres habituales, pueden advertir.

   


20 de junio de 2017

Pensamientos cruzados del anciano y la joven


(Nobusyoshi Araki)


¿Por qué me ha dicho Ito Kabane que ella estaría allí, al final? Nunca hay nadie al final. Nunca hay un amor en ese instante en que la pulsión de la muerte sabe ganada la partida. Si se mira desde el ángulo de la vida -¿hay acaso otro?- se puede decir que la muerte pierde siempre. La victoria de la muerte no es tal, ya no tiene suelo desde el que acecharnos después de imponérsenos. Desaparecido el cuerpo, extinguida la existencia, borradas las sensaciones y la memoria, la muerte queda incapacitada. Busca un nuevo ámbito donde cebarse. No hay territorios de la muerte, en contra de lo que parece. Hay accidentalidad, decisión humana y sucesos naturales que extinguen las posibilidades de vida. La muerte no es siquiera un ente. Ella tiene valor mientras tantea y acosa a los hombres, mientras intenta disputar la salud, la pasión, la creatividad. Muerte es una negación que tropieza una y mil veces con el empeño humano por seguir sobreviviendo. Muerte es envidia mientras cerca a cada individuo para impedir que le llegue desde fuera el oxígeno del placer o el alivio de la compañía. Muerte es el vano intento por privar a los hombres de su afán de aventura, de su don del asombro, de su propiedad de superación. La muerte juega con las dificultades humanas  por entenderse unos y otros. Así cuando las sociedades o las tribus van a una guerra, producto de intereses mezquinos y de engaños colectivos que desdeñan la comprensión que salva, la muerte se frota las manos. Su espacio es siempre ajeno. Su mérito es nulo, solo se sabe como producto de la desgracia de los otros. ¿Crea algo la muerte? Se apunta el tanto de la nada, pero ésta ya existía antes de nacer cada ser vivo. También la nada es extraña a la muerte, que no puede apropiarse de ella. ¿Estará Ito Kabane al final de mis días? Sé que moriré solo, que me deleitaré en la quimera del recuerdo, que daré por bueno lo experimentado. De algún modo ella será presencia, pero no estará presente. No debe estar cerca, ni tocar mi aplanamiento, ni apiadarse de una agonía que solo es mía. Me bastará con que ella haya conjurado los vacíos de mi ancianidad.


Tatsuaki sabe que no estaré allí. Él puede llevarme hasta el borde con su pensamiento, eso supondrá consuelo y a la vez agradecimiento. ¿Será capaz en ese instante de hacerme llegar con el deseo? He visto estos días como al desearme habitaba en su interior la nueva vida. Amor y muerte se repelen, y su juego de alternancias es cruel, aunque a través de él ambos se reconozcan. Ambos tienen su tiempo de victoria y también de derrota. A veces pienso: si nos hubiéramos conocido antes...él con menos años, yo con alguno más cercano a su edad, posibilitando una convergencia. Pero qué digo. ¿Tendríamos por ello una mayor garantía de haber disfrutado del amor? ¿No es precisamente esta aventura insólita, que muchos amigos no aprueban, la que me ha enriquecido? A él con la recuperación de las sensaciones más allá de la inercia del tiempo y de la sentencia de la biología, se le han ensanchado los límites. A mí me ha aportado nuevos descubrimientos sobre el hombre y sobre mí misma. Tatsuaki ha retenido la ternura que se había convertido en humo. Yo he recuperado el significado de que soy imprescindible para quien es sincero. ¿Para qué otra vida al uso ordinario si la que hemos vivido a nuestro aire ha sido intensa? Además, ¿acaso la vida en común no limita e incluso cercena el desarrollo de las exploraciones que anhela el ser humano? ¿No espera a los esposos el aburrimiento y la abulia que fagocitan las ilusiones y, lo que es más grave, las capacidades aún latentes? Tatsuaki me ha amado y me ha fortalecido. Yo le he amado a él y ha prolongado su deseo de vivir. Todo ha sido auténtico, no presto atención a las críticas ni a las miradas. No hay nada más bello que las segundas oportunidades. En un joven parece que estuvieran más aseguradas. Pero Tatsuaki, agotada su vida profesional, cansado de proyectar su mirada hacia los mismos objetos, desprovisto de las relaciones que la edad anterior aún preserva, ¿qué posibilidades tenía de amar la existencia? La supervivencia a la edad provecta requiere otros alicientes, aunque lo ordinario es que se carezca de estímulos. El fotógrafo Tatsuaki estaba viviendo de los recuerdos. Llegué justo cuando iba a perecer en su descreimiento. Las segundas oportunidades las percibía ya como un ejercicio de memoria. Si no se retiene con el cepo de la memoria aquello que una persona ha vivido más vale que se vaya haciendo a la idea de la pérdida total. ¿He salvado temporalmente a mi entrañable fotógrafo? ¿Ha interrumpido mi activa presencia el ciclo vital e inexorable del anciano?

Hoy he recibido por correo un tanka suyo, enviado desde su barrio de Shinjuku. Se ha apoderado de mí la congoja. ¿Será que yo tampoco puedo prescindir de él?

Tanta sequedad
de las horas ausentes
pide tu lluvia.
No quiero extinguirme.
No sé renunciar a ti.



11 de junio de 2017

La punzante curiosidad de Ito Kabane


(Ishiuchi Miyako)


¿Cuántas preguntas quedan sin respuesta a lo largo de los años? El viejo fotógrafo interrumpió su silencio. Pensaba en voz alta. ¿Por qué cada amante quiere saber más del otro, más de lo que ya se ofrecen mutuamente? Debe haber margen para la imaginación después de amar. Capacidad de trasladar el bagaje del goce a los tiempos de la soledad. El recuerdo del placer vivido permanece en nuestro cerebro y no solo en los instantes o los días posteriores, sino incluso a lo largo de años. ¿Esa es tu experiencia?, dijo Ito Kabane. Me interesa saberlo. Lo es, pero a mis años todo entra ya en una neblina en que recuerdas con más intensidad las sensaciones que los momentos y circunstancias en que sentí satisfacción. ¿Quieres decir que has olvidado a otras mujeres?, insistió la chica. No, por supuesto, pero no tengo certeza sobre los detalles de muchos encuentros. Hay casos en que podría describirte un lugar y una persona y cómo sentí con ella, y otros en que no. ¿Como si tu cerebro amoroso fuera selectivo y se quedara con unas mujeres e ignorase a otras?, siguió con su vuelta de tuerca la modelo. Tal vez. Piensa, dijo el anciano, que tampoco con todas las personas llegamos a intimar de la misma manera. Como uno no se compenetra con cualquier clase de paisaje o de trabajo. Ni siquiera cuando nos volcamos en hacer eso que llamamos arte sabemos qué parte de nuestras propias creaciones hablan con más autenticidad de nosotros. A veces sucede que es cuestión de tiempo. Si la relación con una mujer no funciona piensas que uno no está preparado para acceder a su dimensión compleja. O que ella no se sitúa en el mismo plano de exigencia que tú. No me hagas mucho caso, son pensamientos antiguos que normalmente no salen a superficie. Los intercambios de afecto parecen sencillos pero no lo son. Acceder a un estado sensorial con los cuerpos no es difícil, pero quien más o quien menos sabrá si después le queda algo más. Una atracción que no se explique meramente a través de un rato de sexualidad compartida. Pero incluso lo fugaz y pasajero alivia, no voy a mentirte. No tengo posiciones extremas al respecto y mucho menos desprecio cualquier actitud que elegida libremente por dos personas les ponga en contacto para satisfacerse mutuamente. Creo que todos somos capaces de todo, si bien lo que en muchas ocasiones limita es que hay una discordancia entre los tiempos personales de dos personas. Qué se le va a hacer, Ito, el azar de un encuentro siempre tiene dos caras, como te he dicho otras veces, y amar es echar los dados. Ito Kabane permanecía sin palabras, tratando de retener aquel diluvio de opiniones que le desbordaba, pero quería saber. Este hombre ha debido permanecer callado y ausente de este mundo durante mucho tiempo, pensó. ¿Sueles recrear imágenes de viejos encuentros para satisfacer tu deseo?, se atrevió a preguntar. Naturalmente, pero creo que mezclo mis propias fotografías mentales, dijo con sorna, con aquellas otras que apenas rozaron mis dedos sobre un clisé. Además mi rendimiento personal ha decaído a la hora de una cierta condescendencia física con la imaginación. ¿Te has obsesionado alguna vez con una mujer a la que nunca hayas accedido?, saltó Ito mientras acariciaba las sienes canas del hombre. El anciano sintió que la joven le estaba escudriñando su pasado. O que adivinaba, como las echadoras de cartas, una situación posible basándose en la observación del otro que va dejando pistas. Casi estuvo a punto de preguntar: ¿cómo sabes tú eso? Pero ella no podía saberlo, simplemente la curiosidad o la necesidad de comparar experiencias vividas o un control celoso sobre el hombre le incitaba a indagar. Sin que su rostro se alterase, dejándose mirar fijamente por la joven, Tatsuaki dudó si responder. Nunca me perdonaré no haber llegado hasta aquella mujer, hace ya muchos años, dijo al fin. Estuve tan cerca... Ito Kabane sujetó la mano del anciano. Le embargó tal ternura que sólo acertó a responder compasiva pero también eufórica: aquí estoy yo para compensar tu inaprensible fantasma. De mí nunca podrás decir que no me alcanzaste. A mí no podrás olvidarme, ratificó con energía.Ni siquiera cuando te estés muriendo, insistió divertida, y el viejo le devolvió una sonrisa amarga. No estaría mal saber que cuando muera lo haría recreando tu abrazo, dijo Tatsuaki sorteando con dificultad las palabras. Tal vez fuera el conjuro necesario que suavizase mi estertor. ¿O mi pena sería mayor al darme cuenta que iba a perderte? Ito Kabane no dejó que se abandonara a la melancolía. También yo te perdería a ti, afirmó. Para evitarlo me extraviaría en ese instante contigo. Tatsuaki sintió lástima de la mujer. Pensó que un anciano no debe arrastrar jamás a una joven al precipicio. No debes hablar así, le dijo. Pero a la vez las palabras de la chica activaron su resistencia. No quiero morir nunca, susurró rabioso a su oído. Se entregó a ella de nuevo, aplacando inquietudes, marginando recuerdos. Obviando que sus fuerzas limitadas, que ella alimentaba con renovada y apacible tenacidad, podrían suponer el seppuku de su maltrecha virilidad.