(Jorge Molder)
No he dormido nada en toda la noche. El diagnóstico se hendía en mi mente como un puñal curvo. Las palabras pronunciadas ayer por el médico han hecho más oscuro cada minuto: no digo que no tenga solución lo suyo, pero no quiero tampoco que se engañe. Engañarme. A estas alturas de mi vida, acuciada por un número sucesivo e inagotable de falacias y celadas, pretenden aconsejarme la verdad. Mi propio mal puede ser la verdad. La única que tendré que asumir y ante la que me doblegaré como una pieza de caza abatida a medida que mis entrañas se desgarren. Crees que nunca va a llegar, que los secretos de la parte turbia de tu cuerpo no van a ser jamás revelados. Lo oías sobre otros y a ti te parecía estar a salvo.
Si algo tiene de cruel la noche insomne es que confunde y provoca. Acelera los latidos de la obsesión y del desconcierto. Activa el sentimiento ridículo de una culpabilidad que creías superada. Entonces piensas con una afectación malsana: yo he provocado mi propio mal. Te pones a revisar cada paso en falso, cada episodio de riesgo, cada práctica nociva de la que no se te hubiera ocurrido pensar que iba a dejar huella en ti. Aquellas correrías abusivas, tantos excesos que no te dejaban descansar lo suficiente, las demasiadas aventuras en que te ibas maltratando sin aceptarlo. La noche trae hasta ti a los personajes depravados de la vida, con los que te dejaste llevar sin límite. También se manifiestan los angelicales. Presencias inocentes, seres severos pero bondadosos, amigos altruistas, amores que, incautos, confiaron en tu entrega. Aparecen en la vigilia atormentada para ponerte en vergüenza y echarte en cara no haber corregido tu rumbo a tiempo.
La tabla de salvación que pretendiste llegó tarde. Ya estabas demasiado tocado para intentar la nueva vida de orden que aparentaste a los ojos de los demás. Es lo que tiene el mal, que te pone a repasar tu existencia, buscando claves del pasado. Pero tú estás aturdido, no te aceptas. Es lo que tiene la noche, que se alía con el mal y lo potencia. Los pensamientos se manifiestan como fogonazos y la cordura es vencida por una sensación de angustia que no sabes reconducir. Que no me engañe, pero que confíe en la ciencia, me recomiendan. De este modo se ha cerrado el discurso en boca del médico. Y me consuelo: al menos sus palabras deben servir para que tenga claro de modo definitivo que he traspasado un límite que probablemente hacía mucho tiempo que había transgredido. Me enojo hasta tal punto que mi habitante paralelo me llena de reproches. También de miedo. Siempre tememos afrontar nuestros fracasos, y el mal es uno de ellos. Acaso el más traidoramente justiciero. El que te sentencia. ¿Sirve de algo ahondar ahora en las vivencias que quedaron atrás? ¿Se salva uno por diseccionar las conductas que desviaron? ¿Es útil pedir perdón al individuo que pudo ser de otra manera y devino en la que te hace ahora padecer? Cualquier simulación mental sobre lo que podría haber hecho bien y no hice hará más profunda la herida del desasosiego.
Si algo tiene de cruel la noche insomne es que confunde y provoca. Acelera los latidos de la obsesión y del desconcierto. Activa el sentimiento ridículo de una culpabilidad que creías superada. Entonces piensas con una afectación malsana: yo he provocado mi propio mal. Te pones a revisar cada paso en falso, cada episodio de riesgo, cada práctica nociva de la que no se te hubiera ocurrido pensar que iba a dejar huella en ti. Aquellas correrías abusivas, tantos excesos que no te dejaban descansar lo suficiente, las demasiadas aventuras en que te ibas maltratando sin aceptarlo. La noche trae hasta ti a los personajes depravados de la vida, con los que te dejaste llevar sin límite. También se manifiestan los angelicales. Presencias inocentes, seres severos pero bondadosos, amigos altruistas, amores que, incautos, confiaron en tu entrega. Aparecen en la vigilia atormentada para ponerte en vergüenza y echarte en cara no haber corregido tu rumbo a tiempo.
La tabla de salvación que pretendiste llegó tarde. Ya estabas demasiado tocado para intentar la nueva vida de orden que aparentaste a los ojos de los demás. Es lo que tiene el mal, que te pone a repasar tu existencia, buscando claves del pasado. Pero tú estás aturdido, no te aceptas. Es lo que tiene la noche, que se alía con el mal y lo potencia. Los pensamientos se manifiestan como fogonazos y la cordura es vencida por una sensación de angustia que no sabes reconducir. Que no me engañe, pero que confíe en la ciencia, me recomiendan. De este modo se ha cerrado el discurso en boca del médico. Y me consuelo: al menos sus palabras deben servir para que tenga claro de modo definitivo que he traspasado un límite que probablemente hacía mucho tiempo que había transgredido. Me enojo hasta tal punto que mi habitante paralelo me llena de reproches. También de miedo. Siempre tememos afrontar nuestros fracasos, y el mal es uno de ellos. Acaso el más traidoramente justiciero. El que te sentencia. ¿Sirve de algo ahondar ahora en las vivencias que quedaron atrás? ¿Se salva uno por diseccionar las conductas que desviaron? ¿Es útil pedir perdón al individuo que pudo ser de otra manera y devino en la que te hace ahora padecer? Cualquier simulación mental sobre lo que podría haber hecho bien y no hice hará más profunda la herida del desasosiego.
Cuando amanece la habitación huele acremente. Percibes la pesadez de tus párpados. ¿Será el mal? Miras tu cuerpo, sudado pero sin marcas de eso que dicen que tienes. Tratas de recordar la consulta sanitaria del día anterior, pero las imágenes se muestran borrosas. Olfateas las sábanas, te reconoces en ellas, no te ves otro. Alguien te dijo una vez que la enfermedad es el otro. Tú le respondiste: no sé ser yo si no soy el otro. Mueves los brazos, extiendes las piernas, pasas la mano por tu piel en un ejercicio de reconocimiento. La capacidad de tacto que posees se desarrolló desde la infancia como un lenguaje clarividente. Una herramienta provechosa de conocimiento y, cómo no, de placer. Expulsas el aliento de modo compulsivo y la bocanada revierte como un bumerán del que te sabes propietario. No sientes la necesidad de abrir las ventanas para airear el ambiente. No deseas moverte con el fin de evitar que lo que aún permanece indemne se altere dentro de ti. No quieres que la parte más umbilical de tu pasado antiguo escape de tu cuerpo, donde dicen que se agazapa un mal del que no estás seguro si te lo han descubierto o si solo ha sido el dibujo caprichoso de una pesadilla premonitoria.